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Estudio

James Rhodes: Salvado por la música clásica

Esta autobiografía es historia de sinceridad y de una lucha permanente consigo mismo en la cual la música clásica, dice Rhodes, le ha salvado la vida

James Rhodes: Salvado por la música clásica

Modificado el 2017/03/24

Abusos sexuales, depresión, drogas, alcohol, dinero′ En circunstancias normales, pocas cosas podrían contarse en una autobiografía cuando el autor cuenta con tan solo 39 años. Pero el de James Rhodes no es un caso nada común. Por algo el subtítulo de Instrumental, su autobiografía, es Memorias de música, medicina y locura. Por algo su exmujer le denunció intentando evitar que este libro viese la luz. Por algo sus 39 años han dado más que hablar que toda la vida de otros muchos. Lo cierto es que no hay introducción que pueda avisar al lector de la vorágine de sentimientos que le espera cuando lea esta autobiografía, una historia de sinceridad y de una lucha permanente consigo mismo en la cual la música clásica, dice Rhodes, le ha salvado la vida.

Todos tenemos algún trauma. A algunos le insultaron en el colegio, otros sufrieron palizas, y algunos afortunados pueden decir que sus traumas son menores: algún mote, algún ridículo en público quizás. En general, solemos vivir con esos fantasmas del pasado como mejor podemos, intentando vivir nuestros días de la mejor manera que podemos.

Pero el caso de James Rhodes es diferente: él no convive con su pasado, sino que su vida es la expresión absoluta de sus traumas. Por eso, no hablamos de pasado en sus traumas, sino de presente. Todo comenzó cuando un profesor de boxeo abusó de él durante cinco años continuados, cuando contaba tan sólo con 5 años. Qué tiempos serían aquellos en los que aún sangrando por las piernas y yendo a una profesora diciendo que no quería volver a las clases de boxeo, ésta no se percató de lo que ocurría con exactitud.

Sin desvelar demasiado la historia de James Rhodes, ya que prefiero el lector vaya descubriéndola poco a poco, puedo avanzar que la vorágine de desesperación en la que Rhodes se ha visto sumergido en su hasta ahora corta vida le ha llevado a las drogas, a internados psiquiátricos, al divorcio, intentos de suicidio, a la ruina económica y personal y en definitiva a una vida miserable de la que ha podido salvarse, según sus propias palabras, gracias a la música clásica.

Transparente como el agua

El libro es un brutal ejercicio de sinceridad. Personalmente, jamás había leído una autobiografía así. De hecho, no estoy acostumbrado a que las personas sean tan transparentes. Estoy acostumbrado más bien a la forma de ser que los españoles llevamos en la sangre, en la que las apariencias siempre importan más que la verdad, y en la que se evita a toda costa reconocer nuestros puntos flacos y debilidades ante los demás. James Rhodes, sin embargo, es transparencia total. Aunque en varias ocasiones afirma que la tentación más grande de las personas como él es caer en el victimismo, creo que no ha sido así en una sola línea. Es más, reconoce abiertamente que es un egocéntrico absoluto o que le da muchísima rabia el éxito de los demás, pero, ¿acaso no somos todos de ese modo en mayor o menor grado?

Rhodes cuenta toda su historia ampliamente, aunque sin entrar en detalles morbosos. Cuenta desde cómo tuvo que pasar por varias operaciones por problemas de espalda relacionados directamente con el abuso, hasta cómo su vida de autodestrucción absoluta cambia cuando nace su hijo, que padece Asperger, a quien está dedicado el libro. De él dice que es lo más importante de su vida. Habla de la fragilidad que sentía cuando tenía que cuidarlo, hasta tal punto que caía en la hipervigilancia por miedo a que quedase tan desprotegido como él quedó cuando era pequeño.

Su historia, sin embargo, es mucho más que sus traumas. Ya de pequeño mostraba una pasión inexplicable por la música clásica y aprendió a tocar el piano. Aunque soñaba con ser concertista, sabía que era un sueño relegado a unos pocos, y tras pasar unos diez años trabajando de asesor financiero en Londres y sin tocar el piano, el sueño cada vez quedaba más lejos. Sin embargo, gracias a una serie de casualidades que pueden parecer de lo más absurdas, James Rhodes consigue volver a tocar y emocionar a un desconocido que se iba a convertir en su futuro mánager, quien le consigue la grabación de un disco.

Música clásica con espíritu de rock

Con este primer disco, James Rhodes rompe con todas las costumbres en música clásica. La portada, en vez de ser una aburrida reproducción de un cuadro del siglo XVII, es una fotografía de Rhodes en blanco y negro con unas Rayban, como si de una estrella del rock se tratase. Razor Blades, Little Pills and Big Pianos (cuchillas, pequeñas pastillas y grandes pianos) fue el título elegido: y creedme, la elección no es casual. En él Rhodes interpreta obras de Beethoven, Bach, Chopin y Moszkowski de una forma cuidada y sentimental, en el mejor de los sentidos posibles.

Pero lo más rompedor estuvo en su directo: los que han sido chicos de conservatorio sabrán que ir trajeado para dar un recital es la norma. También lo es el silencio sepulcral del público y la actitud sublime del intérprete, quien raramente interactúa con los demás incluso tras el término del recital. Rhodes, sin embargo, toca en vaqueros, lleva zapatillas de deporte y antes de interpretar cada tema charla alegremente con su público explicando la historia de las canciones, contando chistes y diciendo palabrotas. En el olimpo de los críticos de la música clásica y de los aficionados más estirados no tardaron en rasgarse las vestiduras. Pero lo cierto es que la cercanía de Rhodes es la culpable de que jóvenes, niños y público en general se hayan vuelto a interesar por esta música que hasta hace poco sólo escuchaban unos pocos.

Lo curioso es que Rhodes ha salvado a la música clásica en el ámbito de la cultura mainstream, pero a su vez la música clásica le ha salvado la vida a James Rhodes, pues le ha servido como refugio ante todos sus males. Cada uno de los capítulos del libro está introducido por un tema clásico y por un pequeño texto que habla de la vida de sus autores. Me gusta especialmente cómo Rhodes naturaliza la vida de estas personas. Aunque habitualmente tenemos la idea de que músicos como Mozart o Beethoven eran genios incomprendidos llevados por la locura, Rhodes hace que comprendamos sus vidas como personas normales que tenían que seguir adelante a pesar de sus muchas dificultades emocionales, económicas y familiares.

A pesar de lo particular de la vida de James Rhodes, sin embargo, sus memorias casi no ven la luz del día, ya que su exmujer le denunció para que su publicación fuese prohibida. El motivo era no dañar emocionalmente al hijo que tienen en común cuando leyese la historia de su padre. La justicia, sin embargo, dio la razón a Rhodes dándole alas para, después de haber sufrido tanto, poder contarlo a los demás.

Buscando justicia

Muchos, al leer este libro, pensamos qué justicia puede haber para alguien que ha sufrido tanto como Rhodes. Cuenta en las páginas del libro que una de sus antiguas profesoras, quien algo sospechaba, leyó en una entrevista que había sido abusado y rápidamente ató cabos. Se puso en contacto con Rhodes, denunciaron el caso y consiguieron rastrear al pederasta, llamado Peter Lee y que en el momento del arresto todavía trabajaba con niños de 10 años. Pero, como si el destino aún guardase un último e irónico giro, Peter Lee murió poco antes de ser juzgado debido a complicaciones por su avanzada edad.

Nunca he sufrido abusos sexuales, pero he escuchado en persona testimonios de otros que sí los han sufrido. Nunca pensé que podría ser tan duro. Un trauma, pensaba yo, que con los años se supera. Pero leyendo a Rhodes me he dado cuenta de que este tipo de traumas no se superan: o convives con ellos, o ellos te superan a ti.

Es más, me he dado cuenta que yo también tengo mis fantasmas con los que convivo diariamente. Entre otros, una relación paternofilial inexistente que en multitud de ocasiones me hace sentir un fracasado haga lo que haga, pues jamás podré satisfacer a mi padre, que en paz descanse. Y en la noche en la que escribo esto pienso, ¿qué justicia hay en ello? ¿Qué he hecho yo para merecer esta cadena?

Los cristianos somos expertos en tener una respuesta para todo, normalmente una respuesta prefabricada. Pero lo cierto es que cuando uno se topa con el sufrimiento verdadero, entonces estas respuestas prefabricadas se tornan vacías. Esto no es por casualidad: el problema del sufrimiento y del mal en el mundo es, probablemente, el que mayor incidencia tiene para que personas que ya han creído en Dios pierdan la fe. Intelectualmente, el asunto es tan espinoso que incluso existe una disciplina filosófica dedicada en exclusiva a ello, la Teodicea.

Personalmente, cuando me enfrento a este tipo de preguntas, no quiero caer en la tentación de aportar más gotas a los ríos de tinta, pues, aunque me encantaría saber la causa del sufrimiento, realmente no tengo una respuesta. Sé que la existencia del sufrimiento es necesaria, pues por el sufrimiento Jesucristo cargó con las maldades de todo ser humano en la cruz, por el sufrimiento nosotros somos salvos gratuitamente. Pero eso es distinto a saber la causa exacta por la que ocurre cada una de las cosas malas de este mundo.

Ante esta situación, llegamos al punto donde el ser humano, en su orgullo, nunca quiere llegar: el no saber las cosas. Pero lo cierto es que pasamos más tiempo en la ignorancia que en el conocimiento, aunque no nos damos cuenta. Ante el sufrimiento, la maldad y las cosas malas que nos ocurren en la vida diaria, no es tan necesario saber la causa exacta como saber que Dios, al hacerse hombre, cargó con todos estos sufrimientos en la cruz. Lo cierto es que como dice Pablo, aunque suframos y pasemos días de absoluta oscuridad anímica, ′no nos desanimamos, aunque por fuera nos vamos desgastando, por dentro nos vamos renovando día tras día. Pues los sufrimientos ligeros y efímeros que ahora padecemos producen una gloria eterna que vale muchísimo más que todo sufrimiento′ (2 Corintios 4: 16-17).


Estudio escrito en Sevilla por el .


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